Capítulo VII
La
vida me la había jugado bastante, desde aquel día. Pero todo había pasado, mi
padre, había huido. El instituto era un lugar, donde me sentía agusto. Era mi
primer año, y no conocía a nadie. Rubén y Daniel fueron a otro instituto, y ya
no volví a verlos.
Era
el primer día, estaba muy nervioso, había oído los rumores de las novatadas, y
tenía un miedo horrible. Pero el principal miedo fue no conocer a nadie y estar
solo todo el tiempo, veía a todo el mundo con gente, pasándolo bien, riendo, y
yo en una esquina solitaria, observando de cerca.
El
director se llamaba Vicente, era un hombre, alto, vestía siempre con chaqueta y
pantalones oscuro, su gran bigote marrón, le cubría la parte baja de la nariz,
llevaba unas gafas redondas, que disimulaban sus diminutos ojos. Su pelo
castaño, aunque poblado por canas, seguía conquistando su cabeza, sustituyendo
la calvicie.
Nos
había enseñado el instituto. Tenía cuatro plantas, la planta baja, donde estaba
secretaría, conserjería dos talleres de
tecnología y una gran cafetería. La primera donde estaban los alumnos de
primero, la segunda donde estaban los alumnos de segundo, la tercera donde
estaban los alumnos de tercero y cuarto,
y la cuarta donde estaban los bachilleratos y los laboratorios.
El
jefe de estudios se llamaba, Ricardo, era todo lo contrario a él, bajito, sin
gafas sin bigote, y calvo. La conserje se llamaba Marimar, fue abriéndonos las
puertas, una a una. Era realmente grande en comparación con el colegio.
-Aquí
tenemos las aulas de primero, donde empezareis vuestro primer curso-dijo el
director acariciándose el bigote.
-Todos
los profesores, os darán aquí la clase. Excepto cuando tengáis que ir al
laboratorio o al taller de tecnología – continuó Ricardo
Cuando
terminamos de hacer la visita guiada, visitamos la gran cafetería, se dividía
en dos partes, una donde estaban las mesas y el mostrador con el encargado de
la cafetería, y la otra donde había una biblioteca con siete largas mesas para
estudiar. Solo sería el primer día, me decía, ya verás como conocerás a gente
maravillosa.
El
patio, estaba también en la parte baja. Se componía de una cancha de
baloncesto, otra para fútbol, que era la zona donde se hacía educación física.
Luego estaba la parte del recreo, unos bancos, unas escaleras y un porche
donde, según el director, algunas veces daban algún que otro espectáculo.
Luego
nos repartieron los horarios de cada clase, a mí me tocó primero D, al parecer
mis compañeros eran gente normal seguro que de alguno podía hacer una bonita
amistad. Nuestro tutor, se llamaba Fernando. Era un hombre de unos cuarenta
años, bastante alto, con una buena mata de pelo.
Su
risa estruendosa nos hacía reír a todos. Tenía dos grandes ojos verdes, y una
boca tan pequeña como una oreja. Estaba casado, se veía en su alianza donde
ponía: Virginia -22-4-90.
Luego
nos dimos cuenta de que era esposo de la profesora de inglés, Virginia que
también llevaba la misma alianza pero en la suya ponía: Fernando 22-4-90.
Fuimos conociendo a los profesores que nos iban a dar clase, la de ciudadanía,
el de plástica, la de tecnología, la de inglés, la de matemáticas, el de
educación física, el de religión, el de naturales, el de sociales y el más
simpático, el de lengua.
La
clase era bastante grande, algo tenía que me hacía sentir bien. Me colocaron en
primera fila, yo lo prefería para enterarme mejor. Poco a poco pasaron los
días, me fui adaptando, cogí bien el ritmo, las clases las seguía muy bien, lo
llevaba todo bien, excepto los de hacer amigos.
No
lograba hacer amigos, en el club de fútbol, no, porque no me gustaba, en el
club de los empollones, solo estaban aquellos que le hacían la pelota a los
profes, el club de los “mayores”, donde estaban los que fumaban y sacaban malas
notas, el club de los pijos, aquellos que tenían un pastón, el club de los
góticos, aquellos que parecían haber salido de un auténtico cementerio.
Intentaba
integrarme en el grupo que parecía más normal, pero se irían al pasar a
segundo. Primero fue un año muy duro, por suerte no repetí, pasé limpio con
todas las asignaturas aprobadas. Lo que no tenía aprobado era la amistad, en mi
clase algún compañero empezaba a empatizar conmigo, y me hice amigo de Luis,
que era un niño al que le gustaba mucho escribir historias. Fuimos inseparables
y en segundo siempre nos sentábamos juntos, éramos grandes amigos. Era el
instituto, al fin y al cabo casi el último empujón para la vida profesional.
Las
cosas en casa estaban calmadas, mi madre ya no tenía que soportar el terror al
que mi padre le sometía, aún seguíamos teniendo la ayuda de Clara. Era muy
especial para mí. Como ella me dijo, son lágrimas del destino. Lágrimas del
destino que nos ciegan el paso para seguir avanzando en el camino de la vida.
En
segundo las cosas se empezaron a complicar. Era todo un poco más difícil, pero
habría que adaptarse. Una día, al llegar a casa, y al sacar las cosas de la
mochila, encontré una carta, al parecer… tenía una admiradora secreta. Amores,
que podía decir del amor, había tenido mi primer rechazo a los siete años.
Bueno, rechazo, más bien, “robo”. Aun me preguntaba quién podía ser, si no
hablaba con nadie.
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